sábado, 13 de enero de 2007

Dependencia y consumo

Una de las palabras que aquí en España escucho con mucha mayor frecuencia que en México es la que se refiere al oficio de dependiente, sobre todo en su variante genérica “políticamente correcta” de dependienta. La proliferación de este término se percibe principalmente en épocas de euforia consumista como la que vivimos hoy en día con las famosas “rebajas de enero”, la cual es en realidad una prolongación, a precios menos insultantes, de los mecanismos que incitan a la gente a comprar de manera compulsiva desde que se acercan las navidades; y es que otra de las curiosidades que uno termina descubriendo en la “madre patria”, dentro del gran número de diferencias en el uso y abuso del español, es que aquí cada diciembre se celebran varias navidades, así en plural, y no sólo una como acostumbramos en México con toda “moderación” (las comillas apuntan a un obligado matiz tras considerar las numerosas preposadas, posadas y juergas en general que se organizan en el marco del célebre maratón “Guadalupe Reyes”).

Pero volviendo a la cuestión inicial, el caso es que aquí en estas fechas uno se encuentra la palabrita hasta en la sopa. Basta con salir a dar un paseo o con echarle una hojeada al periódico para sentirse abrumado por la cantidad de anuncios en los que se solicitan dependientes (en especial dependientas) para prácticamente todo tipo de negocios: zapaterías, perfumerías, librerías, tiendas de ropa, grandes superficies, supermercados y cualquier sitio dedicado a la venta de cualquier clase de artículos (útiles o inútiles) que ve desbordada su capacidad para atender a las legiones de clientes potenciales que irrumpen en sus locales (en muchas ocasiones nada más por pasar el rato). Así, la requerida figura de la dependienta incluso se gana sus minutos de gloria en la todopoderosa pantalla televisiva, y aquí podemos encontrar desde la versión “jóvenes emprendedores”, en la que entrevistan a una chica sonriente que ha decidido sacrificar sus vacaciones de invierno para ganarse un buen dinero vendiendo lencería, hasta la versión “nota roja”, en la que una cámara de seguridad registra cómo una chica aterrada es amenazada con un cuchillo y posteriormente maniatada y amordazada por dos sujetos que se disponen a desvalijar la joyería en la que trabaja. La dependienta se convierte pues, en una presencia ubicua capaz de salirnos al paso en los momentos más inesperados. Sin ir más lejos, hace algunas noches soñé con una dependienta que no sólo había vendido toda la mercancía de la tienda en la que trabajaba, sino que aparentemente también había vendido buena parte de sus prendas y ya sólo le quedaba vender su cuerpo y su lujuria, para lo cual se ofrecía con una sugerente sonrisa rojo carmín y ya envuelta para regalo. La chica no estaba nada mal y yo era el único cliente, pero el sueño terminó cómo si alguien hubiera tenido el mal gusto de cerrar la tienda sin avisar. Dependienta, curiosos los eufemismos a los que recurre el subconsciente para disfrazar impulsos tan “políticamente incorrectos”.

Dándole vueltas a la palabra, me llama la atención que en México no sea una expresión tan común, al menos en mi experiencia. Por alguna razón solemos sustituirla con el término más amable pero menos preciso de “señorita” o de “joven”, según el sexo del individuo o individua (por retomar la senda de la corrección política) que nos atienda. Jamás volvemos de compras indignados porque “la dependienta era una borde”, sino que aun albergando la misma sensación decimos que “la pinche señorita era una mamona” (aquí ya la tachamos de pinche y mamona pero paradójicamente seguimos respetándole su status de "señorita"). No sé si esto sea una costumbre exclusiva de nuestra idiosincrasia o si la compartimos con otros hermanos latinoamericanos, pero se me ocurre que una posible explicación para no incorporar esta palabra a nuestro vocabulario de compradores, bien pudiera descansar en un mecanismo de negación a través del cual buscamos escapar de uno de nuestros principales traumas históricos: la dependencia, cuya remembranza sería la peor manera de arruinarnos el shopping. También puede ser que prescindamos del término para evitar confusiones, pues si nos dirigiéramos al “joven” detrás del mostrador llamándolo “dependiente”, no quedaría muy claro a quién estamos interpelando, porque cualquiera en la tienda (incluídos nosotros mismos) se podría sentir aludido. Y es que todos estamos subidos en la misma rueda del infortunio en la que sólo podemos sentir que estamos arriba cuando hay alguien abajo, en la que consumo y dependencia son parte de una maquinaria que está siempre a punto de reventar, y sin embargo continúa moviéndose, quién sabe hasta cuándo.

Ojalá al menos alguna noche, antes de que todo acabe, pueda cerrar los ojos e irme de compras a una tienda de dependientas, para elegir alguna con sonrisa rojo carmín y envuelta para regalo, liberarla del moño que la ate y entregarnos febril y compulsivamente al vicio de consumirnos.

2 comentarios:

Miguelón dijo...

que gran final amigo... hagamos sitios hermanos linkeados sólo en la intención ya que obviamente tu tecnica es infinitamente superior a mi pobreza estética... epero la intención es loque cuenta que no?? burrablog.blogspot.com

Miguelón dijo...

que gran final amigo... hagamos sitios hermanos linkeados sólo en la intención ya que obviamente tu tecnica es infinitamente superior a mi pobreza estética... epero la intención es loque cuenta que no?? burrablog.blogspot.com