Reconoce pues el puerto de Barcelona, concretamente la parte que se encuentra al final de las Ramblas –o al principio, según se vaya o se venga- y después de varias brazadas finalmente llega a tierra firme. No obstante que ya puede sentirse seguro, el desconcierto lo inunda por dentro peligrosamente; son las secuelas del naufragio, el sentimiento de pérdida, rabia y tristeza entremezcladas por lo que considera una injusta expulsión del paraíso flotante. Camina entre un montón de gente, entre quioscos, tiendas de souvenirs, músicos, magos y hasta estatuas de sangre caliente, de esas que sí pueden hablar pero se esfuerzan en callar y no moverse, hasta que el tintineo de unas monedas las libera por un momento del pasmo de su trabajo. El vértigo de la muchedumbre lo marea y le produce una sensación de extravío y desamparo. Al pasar junto a los puestos de plantas y animales se convierte en todo un Robinson de las Ramblas. Entonces se detiene un momento como si reparara en algo. Mete sus manos en los bolsillos de su pantalón todavía húmedo y encuentra unas monedas. Entra en el primer bar que ve y pide una cerveza, una Estrella Damm. También pide prestada una pluma, un “boli”, tiene que decir, y mientras se bebe su Estrella escribe algo en unas servilletas. Al final mete las servilletas en la botella de cerveza ya vacía y baja por las Ramblas hasta el Colón. Con todas sus fuerzas lanza la botella al mar, hacia donde se imagina que podría estar apuntando Cristóbal. Ciertamente no llega muy lejos, pero lo importante es que ha caído en el agua y que el ir y venir del mar –ahora él bien lo sabe- puede ser impredecible. Su mirada se clava en el Mediterráneo, como despidiéndose en silencio de su botella; entonces busca más monedas en sus bolsillos y dice sin abrir la boca: “creo que me alcanza para otra”.
miércoles, 3 de enero de 2007
Orígenes
Pongamos que todo empieza con un jardín flotante navagando a la deriva en el Mediterráneo. Después de un buen temporal que riega el mar, ilustrando con vehemencia aquella expresión catastrofista del “llover sobre mojado”, la mancha verde empieza a hacerse más pequeña (efecto visual provocado por el fenómeno del hundimiento) hasta que desaparece al ser devorada totalmente por el agua. Como huella sólo deja un chapoteo angustioso, un par de brazos y piernas que se agitan sin control, evidenciando que pertenecen a un náufrago principiante. Tras recobrar un mínimo de calma, estira las piernas y se percata de que los dedos de sus pies pueden tocar tierra. Alza la vista y se encuentra con la figura de Colón señalando algún punto indefinido, acaso señalándolo a él. Sería bueno preguntarle alguna vez a qué diablos le apunta con su dedo, piensa; lástima que las estatuas no hablen, algunas tendrían mucho que decir, tanto que tal vez sea por eso que prefieren callar, piensa en segunda instancia.
Reconoce pues el puerto de Barcelona, concretamente la parte que se encuentra al final de las Ramblas –o al principio, según se vaya o se venga- y después de varias brazadas finalmente llega a tierra firme. No obstante que ya puede sentirse seguro, el desconcierto lo inunda por dentro peligrosamente; son las secuelas del naufragio, el sentimiento de pérdida, rabia y tristeza entremezcladas por lo que considera una injusta expulsión del paraíso flotante. Camina entre un montón de gente, entre quioscos, tiendas de souvenirs, músicos, magos y hasta estatuas de sangre caliente, de esas que sí pueden hablar pero se esfuerzan en callar y no moverse, hasta que el tintineo de unas monedas las libera por un momento del pasmo de su trabajo. El vértigo de la muchedumbre lo marea y le produce una sensación de extravío y desamparo. Al pasar junto a los puestos de plantas y animales se convierte en todo un Robinson de las Ramblas. Entonces se detiene un momento como si reparara en algo. Mete sus manos en los bolsillos de su pantalón todavía húmedo y encuentra unas monedas. Entra en el primer bar que ve y pide una cerveza, una Estrella Damm. También pide prestada una pluma, un “boli”, tiene que decir, y mientras se bebe su Estrella escribe algo en unas servilletas. Al final mete las servilletas en la botella de cerveza ya vacía y baja por las Ramblas hasta el Colón. Con todas sus fuerzas lanza la botella al mar, hacia donde se imagina que podría estar apuntando Cristóbal. Ciertamente no llega muy lejos, pero lo importante es que ha caído en el agua y que el ir y venir del mar –ahora él bien lo sabe- puede ser impredecible. Su mirada se clava en el Mediterráneo, como despidiéndose en silencio de su botella; entonces busca más monedas en sus bolsillos y dice sin abrir la boca: “creo que me alcanza para otra”.
Reconoce pues el puerto de Barcelona, concretamente la parte que se encuentra al final de las Ramblas –o al principio, según se vaya o se venga- y después de varias brazadas finalmente llega a tierra firme. No obstante que ya puede sentirse seguro, el desconcierto lo inunda por dentro peligrosamente; son las secuelas del naufragio, el sentimiento de pérdida, rabia y tristeza entremezcladas por lo que considera una injusta expulsión del paraíso flotante. Camina entre un montón de gente, entre quioscos, tiendas de souvenirs, músicos, magos y hasta estatuas de sangre caliente, de esas que sí pueden hablar pero se esfuerzan en callar y no moverse, hasta que el tintineo de unas monedas las libera por un momento del pasmo de su trabajo. El vértigo de la muchedumbre lo marea y le produce una sensación de extravío y desamparo. Al pasar junto a los puestos de plantas y animales se convierte en todo un Robinson de las Ramblas. Entonces se detiene un momento como si reparara en algo. Mete sus manos en los bolsillos de su pantalón todavía húmedo y encuentra unas monedas. Entra en el primer bar que ve y pide una cerveza, una Estrella Damm. También pide prestada una pluma, un “boli”, tiene que decir, y mientras se bebe su Estrella escribe algo en unas servilletas. Al final mete las servilletas en la botella de cerveza ya vacía y baja por las Ramblas hasta el Colón. Con todas sus fuerzas lanza la botella al mar, hacia donde se imagina que podría estar apuntando Cristóbal. Ciertamente no llega muy lejos, pero lo importante es que ha caído en el agua y que el ir y venir del mar –ahora él bien lo sabe- puede ser impredecible. Su mirada se clava en el Mediterráneo, como despidiéndose en silencio de su botella; entonces busca más monedas en sus bolsillos y dice sin abrir la boca: “creo que me alcanza para otra”.
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