Esta primera anécdota se remonta en realidad al ocaso del 2005. Una noche de viernes a finales de noviembre acudí a una cena en casa de mis amigos Chacho y Vane, quienes ahora están ya regresando a México. Ahí estaban ellos y algunos amigos suyos del gremio de la arquitectura. En algún momento de la velada, no recuerdo bien a santo de qué, salió el tema de una película de terror mexicana con el sugerente título de Hasta el viento tiene miedo. Aunque varios la habían visto y prácticamente a todos les sonaba, yo fui incapaz de encontrar un referente visual o al menos indirecto que conectara con tan enigmático título. Con frases como “hasta la pasaban en la tele en la época de día de muertos”, Chacho me incitaba a buscar algún indicio en el baúl de mis recuerdos, pero fue inútil, concluí que nunca antes de esa noche había oído nombrar ese film que al parecer había marcado un hito en la irregular cinematografía mexicana. Independientemente de los temas que hayan desfilado a continuación (novedades arquitectónicas, el próximo partido del Barsa, o el último chisme puesto en boga por los programas del corazón que inundan la programación española) no podía dejar de sentir curiosidad por aquella película y por el hecho de haber sido el único en no conocerla, yo que en mi niñez había sido hijo de mis padres y de la televisión.
Días después, algún viento helado (al que no tuve oportunidad de preguntarle si tenía miedo o no) depositó en mí el resfriado que tarde o temprano siempre pesco en las temporadas de invierno. Una de mis medicinas fue la lectura de Mantra, de Rodrigo Fresán, novela extensamente caleidoscopiforme –para decirlo en el idioma del extravagante personaje de Martín Mantra- que empecé a ingerir en dosis de 30 ó 40 páginas cada 6 horas. La puerta a la dimensión desconocida se entreabrió cuando en la primera parte de la novela el narrador, que recuerda sus días de infancia marcados por su amistad con el niño mexicano Martín Mantra, relata algunas de los maratones cinéfilos a lo que lo invitaba su amiguito:
“Martín Mantra fue mi perfecto guía turístico por las ramas de su árbol familiar a la hora de revelarme los secretos de un mundo nuevo y los misterios de su sangre antigua. La tierra, el apellido, el celuloide, todo era lo mismo. En esos días, después, vi otras películas mexicanas con madres sufridas, vampiros zapatistas, luchadores enmascarados y momias de Guanajuato. Me las proyectó Martín Mantra. «Cine inconfundiblemente mexicaniforme»
Pero eso fue sólo un primer guiño, porque después vendría una completa mueca que me haría preguntarme si no eran en realidad las páginas de Mantra las que me estaban leyendo a mí. Resulta que una noche de sábado, un día después de haber empezado a leer la novela, me instalé cómodamente en el sofá para ver Magnolia, la película de Paul Thomas Anderson que algunos años atrás me había recomendado mi amigo César Blanco y que justo en esos días había caído en mis manos gracias a una súper oferta en la FNAC de Plaza Cataluña. La película me gustó bastante no sólo por el personaje del predicador misógino interpretado por Tom Cruise –como ya anticipaba César- sino también por el particular cruce de historias, la manera de abordar el tema de las casualidades y esa insólita secuencia en la que empiezan a caer sapos del cielo. Magnolia fue tan estimulante que a pesar de sus tres horas de duración el sueño estaba lejos de llegar, así que me fui a la cama sólo para tomar mi dosis de Mantra. Estaba por terminar la primera parte; el narrador, que aloja en su cabeza una especie de tumor al que llama Sea Monkey, toma un vuelo cuyo destino es la Ciudad de México, y ahora les transcribo:
“Alguien informa que la película que se proyectará durante el viaje no se titula El cumpleaños de Martín Mantra / Nueve años. La veo. Me gusta. Es larga como mi largo viaje y, cerca de su final y el mío, todos los personajes comparten una canción triste y después llueven sapos del cielo como si fueran bendiciones, notas musicales, flores. No importa cómo se titula esta película en flor. En las alturas todas las películas son iguales porque todos somos iguales en las alturas.” (Fresán 125)
Epílogo
Parecerá mentira, pero lo último que hice hace dos noches, después de pensar en los términos para contar esta experiencia y antes de dormirme, fue leer un cuento de Juan Bonilla que se titula “El santo grial”, cuyo protagonista, Martín Zettelmeyer padece los efectos de un desengaño amoroso tras descubrir que su novia Victoria (una violinista casualmente mexicana) espera un bebé de otro hombre. Martín (tenía que ser Martín) sufre entonces un cambio en su estado de ánimo que es referido por el narrador con estas palabras:
“Se volvió gélido y antipático. Terminaba el día saliendo del cine y caminando a casa repitiéndose, como un mantra: «He vencido otro día.»
En la página siguiente vemos a Martín Zettelmeyer encontrando refugio en los brazos de otra chica, una de sus alumnas en la clase de “Filosofía de la Publicidad” que impartía en Sevilla:
“Se llamaba Elisa y sólo quería preguntar si podía presentarle con unos días de retraso el trabajo que había impuesto. Se fueron a vivir juntos un año después. Durante ese año Martín Zettelmeyer estuvo a punto de llorar en una escena de la película Magnolia de Paul Thomas Anderson.” (Bonilla 140)
Sólo puedo terminar diciendo que me parece verdaderamente inquietantiforme.
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