lunes, 12 de marzo de 2007

Surrealismo mágico

El pasado sábado tuvo lugar en Madrid una multitudinaria manifestación en contra de la política del presidente Zapatero respecto a ETA, en un acto al que acudieron algunos de los grupos más conservadores de España encabezados por el Partido Popular. Dicha concentración tuvo el objetivo de protestar por las concesiones que, en opinión del PP y sus simpatizantes, el gobierno está ofreciendo a la organización terrorista mediante gestos que van desde su disposición al diálogo hasta la reciente excarcelación de De Juana Chaos, un etarra cuya salud estaba muy deteriorada como consecuencia de una huelga de hambre y que, según una decisión del Ministerio del Interior, habrá de cumplir el resto de su condena vigilado en su domicilio, situación que ha dado pie a una intensa polémica, encendiendo los ánimos de la derecha tal y como lo expresaron el sábado las consignas que exigían la dimisión de Zapatero y reprobaban la postura “condescendiente” del Partido Socialista (que, todo hay que decirlo, tiene una noción del “socialismo” tan extraña como la que tiene el PP de las causas “populares”).

Lo más curioso es que a tres años de la tragedia del 11-M en Madrid, el Partido Popular recurra a la estrategia de las grandes manifestaciones para hacerse oír, cuando en su momento, al estar al frente del gobierno, hizo caso omiso de las nutridas marchas en las que la mayoría de los españoles expresaba su rechazo a la guerra de Irak en la que los embarcó Aznar, la cual terminó siendo un factor determinante para alimentar el odio y el sinsentido con los que se fraguaron tan lamentables atentados. Sin duda un enigma difícil de explicar, como casi todo lo que ocurre en la política de nuestros tiempos; pero bueno, este tipo de paradojas son el pan nuestro de cada día en esta “península histérica”, como la llamaron perspicazmente Joaquín Sabina y Fito Páez en una canción de Enemigos íntimos. Y es que aquí a cada rato hay material para constatar el dicho de que Spain is different: la monarquía resulta ser un pilar del sistema democrático; decir “Viva España” es cosa de fachas; se construye más que en cualquier otro país de Europa, pero acceder a una vivienda es una empresa casi imposible; hay una figura institucional denominada “el defensor del pueblo”, un personaje que para cobrar más protagonismo tendría que verse envuelto en un affair con alguna folklórica digna del interés de la prensa rosa y sus numerosos espacios televisivos, copados también por reality shows como Gran Hermano, La casa de tu vida, Operación Triunfo o Mira quién baila, en el que hasta hace poco le pagaban a la nieta de Franco varios miles de euros por intentar dar unos pasos de tango o hip hop; los cobradores salen a la calle disfrazados para dejar en evidencia a los morosos (un colectivo en aumento por culpa de las hipotecas y los ímpetus de consumo); las madres de familia son maltratadas ya no sólo por sus maridos, sino también por sus propios hijos; la incesante inmigración genera nuevas tensiones sociales y el racismo va ganando terreno en las mentes de individuos que cada fin de semana rinden culto a su equipo de fútbol, en cuya alineación figuran astros brasileños, argentinos, cameruneses... "sudakas" y "negracos" con más suerte de la que tienen los que siguen llegando en cayucos a las playas, esas mismas en las que la gente puede tomar el sol incluso en los cada vez más irregulares inviernos...

Pues sí, Spain is different, and a little bit uncanny (se podría agregar). Con todos estos disparates, al mismo tiempo terribles y maravillosos, me pregunto si el surrealismo de Buñuel y Dalí no era también una muestra de ese realismo mágico que los latinoamericanos consideramos nuestro patrimonio exclusivo. A fin de cuentas uno se encuentra aquí lugares que creía únicamente propios de su tierra, como Guadalajara, León o Mérida... ¿Por qué Comala y Macondo iban a ser la excepción?

lunes, 26 de febrero de 2007

meme de azar intertextual

Aquí va este meme como una medida de primeros auxilios para intentar reanimar este blog antes de que acabe el mes y que no le pase como en la canción de Calamaro (te quiero, pero te llevaste marzo y te rendiste en febrero)... Me lo encontré en Omegar.org y dice así:

Instructions: Find the nearest book. Turn to page 123. Go to the fifth sentence on the page. Copy out the next three sentences and post to your blog. Name the book and the author.

El miedo al caos resurge poderoso en época de grandes cambios, cuando, como en el verso de John Donne, «Todo se hace pedazos, toda coherencia ha desaparecido», Tis all in pieces, all coherence gone. O en el poema de Eliot: I can connect nothing with nothing. No puedo conectar nada con nada. El auge de los integrismos modernos está, en gran manera, provocado por este temor al caos.
José Antonio Marina, Anatomía del miedo

martes, 30 de enero de 2007

Lo bueno de los blogs

El chapoteo de hoy bien pudiera haber sido el epitafio de este blog. Al menos así lo pensé luego de más de quince días de sequía y después de leer un lapidario texto de Maruja Torres, publicado el pasado domingo en El País Semanal, en el que despotrica precisamente contra la proliferación desmedida de blogs, a los que caracteriza a grandes rasgos como superfluos frutos del ocio y de la necesidad del blogger de alimentar su ego en un vano afán por superar la desazón del no ser.

Primero lo tomé como una señal para colgar una última entrada de despedida y ponerle fin a la breve (y babosa, agregaría Maruja) existencia de este blog, pero después pensé: “Joder, Maruja, si más de un domingo tu columna me ha parecido más propia de un blog que de la letra impresa en papel. Si contara cada semana con un suplemento dispuesto a publicar mis ocurrencias (pagándome además por ello) probablemente me adscribiría a tu opinión, a riesgo de ser tachado de advenedizo y oportunista, pero entre otras cosas lo bueno de los blogs es que uno puede mandar la corrección política al carajo en aras de la sinceridad, así que hoy por hoy lo que me toca es defender esta trinchera del ciberespacio desde la cual podemos sublimar la impotencia de nuestro ego sin cargarlo con la culpa de tantos árboles talados impunemente. Al fin y al cabo, Maruja, esto es como la telebasura, nadie te obliga a perder el tiempo con ella, pero cómo nos consuelan a veces las miserias de los demás, ¿verdad?... Para eso siempre podemos destinar un poco de tiempo aunque luego nos lamentemos de haberlo malgastado (¿o de que nos lo hayan robado?).

En fin, después de estas palabras (acaso dignas de un espacio en El País Semanal), sólo me queda rondando una pregunta: ¿No es todo ejercicio de escritura, en el que fijamos con palabras la fugacidad del pensamiento, un intento por superar la desazón del no ser?... Ay, cómo me acuerdo de Hamlet, Maruja, cómo me acuerdo de Hamlet.

sábado, 13 de enero de 2007

Dependencia y consumo

Una de las palabras que aquí en España escucho con mucha mayor frecuencia que en México es la que se refiere al oficio de dependiente, sobre todo en su variante genérica “políticamente correcta” de dependienta. La proliferación de este término se percibe principalmente en épocas de euforia consumista como la que vivimos hoy en día con las famosas “rebajas de enero”, la cual es en realidad una prolongación, a precios menos insultantes, de los mecanismos que incitan a la gente a comprar de manera compulsiva desde que se acercan las navidades; y es que otra de las curiosidades que uno termina descubriendo en la “madre patria”, dentro del gran número de diferencias en el uso y abuso del español, es que aquí cada diciembre se celebran varias navidades, así en plural, y no sólo una como acostumbramos en México con toda “moderación” (las comillas apuntan a un obligado matiz tras considerar las numerosas preposadas, posadas y juergas en general que se organizan en el marco del célebre maratón “Guadalupe Reyes”).

Pero volviendo a la cuestión inicial, el caso es que aquí en estas fechas uno se encuentra la palabrita hasta en la sopa. Basta con salir a dar un paseo o con echarle una hojeada al periódico para sentirse abrumado por la cantidad de anuncios en los que se solicitan dependientes (en especial dependientas) para prácticamente todo tipo de negocios: zapaterías, perfumerías, librerías, tiendas de ropa, grandes superficies, supermercados y cualquier sitio dedicado a la venta de cualquier clase de artículos (útiles o inútiles) que ve desbordada su capacidad para atender a las legiones de clientes potenciales que irrumpen en sus locales (en muchas ocasiones nada más por pasar el rato). Así, la requerida figura de la dependienta incluso se gana sus minutos de gloria en la todopoderosa pantalla televisiva, y aquí podemos encontrar desde la versión “jóvenes emprendedores”, en la que entrevistan a una chica sonriente que ha decidido sacrificar sus vacaciones de invierno para ganarse un buen dinero vendiendo lencería, hasta la versión “nota roja”, en la que una cámara de seguridad registra cómo una chica aterrada es amenazada con un cuchillo y posteriormente maniatada y amordazada por dos sujetos que se disponen a desvalijar la joyería en la que trabaja. La dependienta se convierte pues, en una presencia ubicua capaz de salirnos al paso en los momentos más inesperados. Sin ir más lejos, hace algunas noches soñé con una dependienta que no sólo había vendido toda la mercancía de la tienda en la que trabajaba, sino que aparentemente también había vendido buena parte de sus prendas y ya sólo le quedaba vender su cuerpo y su lujuria, para lo cual se ofrecía con una sugerente sonrisa rojo carmín y ya envuelta para regalo. La chica no estaba nada mal y yo era el único cliente, pero el sueño terminó cómo si alguien hubiera tenido el mal gusto de cerrar la tienda sin avisar. Dependienta, curiosos los eufemismos a los que recurre el subconsciente para disfrazar impulsos tan “políticamente incorrectos”.

Dándole vueltas a la palabra, me llama la atención que en México no sea una expresión tan común, al menos en mi experiencia. Por alguna razón solemos sustituirla con el término más amable pero menos preciso de “señorita” o de “joven”, según el sexo del individuo o individua (por retomar la senda de la corrección política) que nos atienda. Jamás volvemos de compras indignados porque “la dependienta era una borde”, sino que aun albergando la misma sensación decimos que “la pinche señorita era una mamona” (aquí ya la tachamos de pinche y mamona pero paradójicamente seguimos respetándole su status de "señorita"). No sé si esto sea una costumbre exclusiva de nuestra idiosincrasia o si la compartimos con otros hermanos latinoamericanos, pero se me ocurre que una posible explicación para no incorporar esta palabra a nuestro vocabulario de compradores, bien pudiera descansar en un mecanismo de negación a través del cual buscamos escapar de uno de nuestros principales traumas históricos: la dependencia, cuya remembranza sería la peor manera de arruinarnos el shopping. También puede ser que prescindamos del término para evitar confusiones, pues si nos dirigiéramos al “joven” detrás del mostrador llamándolo “dependiente”, no quedaría muy claro a quién estamos interpelando, porque cualquiera en la tienda (incluídos nosotros mismos) se podría sentir aludido. Y es que todos estamos subidos en la misma rueda del infortunio en la que sólo podemos sentir que estamos arriba cuando hay alguien abajo, en la que consumo y dependencia son parte de una maquinaria que está siempre a punto de reventar, y sin embargo continúa moviéndose, quién sabe hasta cuándo.

Ojalá al menos alguna noche, antes de que todo acabe, pueda cerrar los ojos e irme de compras a una tienda de dependientas, para elegir alguna con sonrisa rojo carmín y envuelta para regalo, liberarla del moño que la ate y entregarnos febril y compulsivamente al vicio de consumirnos.

jueves, 11 de enero de 2007

Obras (maestras) de la casualidad II

Mi nombre en el periódico (en catalán)

4 de diciembre del 2005. Como casi todos los domingos, nos damos el gusto de un buen desayuno a la mexicana; el zumo se convierte en jugo, el plato de fruta gana en colorido (aunque esto a veces sea mera ilusión óptica, auténtico fruto de la nostalgia) y el pan tostado con mantequilla y mermelada le cede su lugar a unos radiantes huevos rancheros, bañados en salsa verde y, a poder ser, acompañados de unos frijoles refritos. Para terminar ya es mucho pedir que las magdalenas de Caprabo se conviertan en conchas o en garibaldis, pero uno igualmente las sopea en el café con leche y se las lleva a la boca para saborearlas como si se tratara, al menos, de unas mantecadas Tía Rosa.

Después de ese desayuno prodigioso, como casi todos los domingos, Belén se tiene que ir a trabajar y yo me quedo en casa a lavar los trastes, tender la cama y, si hace falta, poner una lavadora y / o hacer limpieza general. Por fortuna esta mañana decembrina la cantidad de polvo acumulada es mínima y no amerita la faena de sacudir, barrer, ni mucho menos pasar la fregona; “aguanta todavía unos días...” me digo mientras veo complacido cómo un ligero viento mueve la ropa tendida en la terraza desde ayer, y entonces completo el plácido pensamiento, “... hoy será un verdadero día de descanso.”

Me limito pues, a lavar los trastes y ordenar un poco la habitación. Como música de fondo para estas ligeras labores domésticas pongo el más reciente disco de Ismael Serrano, Naves ardiendo más allá de Orión, y repaso en mi mente algunas imágenes del concierto de la noche anterior en el Palau de la música. “Sucede que a veces la vida mata y el amor te echa silicona en los cerrojos de tu casa, o te abre un expediente de regulación y te expulsa del edén hacia tierras extrañas...”, qué acertadas palabras para empezar una canción, y sobre todo qué verdaderas se vuelven a veces, cuando sucede. Pero hoy hace un buen día, afuera brilla el sol y el frío no debe ser mucho, así que terminadas las tareas del hogar me dispongo a cumplir con el siguiente ritual dominical: salir a comprar El País y aprovechar para deshacerme de algunas de las incontables moneditas de 20, 10, 5, 2, y 1 céntimo que se me van acumulando sin control, primero porque nada aquí cuesta tan poco y también por falta de pericia aritmética a la hora de comprar, pues siempre termino pagando en números redondos a sabiendas de que junto con el tíquet me entregarán unas cuantas monedas más para la colección. Lo bueno es que es domingo y con toda la calma puedo meterme en el bolsillo la cantidad justa de monedas para que no tengan que regresarme cambio, llevando eso sí, una moneda de un euro y el resto ya en morralla para que la sonrisa dominguera del señor del quiosco no degenere en una mueca de indignación, como si uno le estuviera dando piedritas en vez de dinero.

En fin, al cabo de 10 minutos después de salir de casa, ya estoy de vuelta con el periódico y con El País Semanal, la revista que lo acompaña, cuya portada promete reportajes sobre el King Kong de Peter Jackson, las mil caras de John Lennon y Bosnia, diez años sin guerra. Como de costumbre dejo la revista para después, en calidad de plato fuerte, y me siento a leer el periódico de atrás para adelante. Al llegar a la sección de cultura me percato de que en realidad el platillo principal me aguarda ahí, pues me encuentro con una nota sobre Kosmópolis 05, el Festival Internacional de la Literatura celebrado en esos días en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Leo que el día anterior, mientras ayudábamos a una amiga con su mudanza, en el CCCB se llevaba a cabo una serie de eventos entre los cuales se destacó una mesa redonda sobre nuevas visiones de El Quijote en la que participaron Manel Zabala, Germán Sierra, Irene Zoe Alameda y nada más ni nada menos que el mismísimo Jordi Carrión. Entonces brilla en mi mente el recuerdo de que ya en otras ocasiones me han llegado rumores acerca de un joven escritor catalán que lleva mi nombre (a veces en total homonimia y a veces en versión catalana), pero al verlo impreso en el periódico, quizá por el crédito que solemos otorgarle a este tipo de medios (a veces con excesiva ingenuidad), esos rumores se convierten en una total e inapelable confirmación, acompañada además de la trascendencia ontológica que corresponde a lo que de algún modo experimento como un encuentro con mi otro (Yo)rge Carrión. Continúo leyendo y se me ocurre que yo mismo podría haber suscrito las opiniones de Jordi en torno a la repercusión de El Quijote, de no ser por el pequeño detalle de que nunca me he leído entera la obra cumbre de Cervantes y de que probablemente él las haya expresado en catalán, lengua que entiendo pero que todavía no consigo hablar con fluidessa; pero bueno, aparte de eso, comparto su idea de que On the road, de Kerouac, puede ser considerada como una novela heredera de las aventuras del ingenioso hidalgo, así que concluyo la lectura de la nota con la feliz impresión de que Jordi y yo compartimos algo más que el nombre y el apellido. Me quedo dándole vueltas a esa coincidencia y sigo pasando las páginas del periódico por pura inercia, sin poder prestarle atención a lo que el mundo tiene que decir este domingo.

11 de enero del 2007. Ha pasado ya más de un año desde que leí mi nombre en el periódico (en catalán), y con el paso del tiempo he reunido algunos datos más sobre Jordi Carrión, aunque todavía no tengo el gusto de conocerlo. Buscando en internet –googleándolo, como diría un amigo- me he enterado de que indistintamente firma como Jordi o como Jorge y he dado con su página web (la cual he agregado como vínculo en este blog). También he descubierto que es sólo un poco mayor que yo –si no me equivoco nació en Tarragona en 1976- pero tiene ya una trayectoria importante en el medio literario. Ha colaborado en diversas revistas como Letras Libres y Quimera, y ha entrevistado a autores de la talla de César Aira. Además ha publicado dos novelas: Ene y La Brújula, en la que según algunas reseñas que he ojeado, reinventa literariamente sus experiencias de viajero empedernido. Hasta aquí mis pesquisas, tampoco quiero que en el caso de que Jordi llegara a leer esto pudiera pensar que tiene un tocayo mexican-psycho que le anda siguiendo la pista. Lo próximo será conseguir sus novelas, leerlas e intentar interceptarlo en algún evento o ponerme en contacto con él para ver si accede a firmármelas, con la esperanza de que al tenerlo frente a mí no me invada la sensación de estar frente a un espejo, porque eso ya sería demasiado.

sábado, 6 de enero de 2007

Obras (maestras) de la casualidad I

Mantra bajo un diluvio de sapos

Esta primera anécdota se remonta en realidad al ocaso del 2005. Una noche de viernes a finales de noviembre acudí a una cena en casa de mis amigos Chacho y Vane, quienes ahora están ya regresando a México. Ahí estaban ellos y algunos amigos suyos del gremio de la arquitectura. En algún momento de la velada, no recuerdo bien a santo de qué, salió el tema de una película de terror mexicana con el sugerente título de Hasta el viento tiene miedo. Aunque varios la habían visto y prácticamente a todos les sonaba, yo fui incapaz de encontrar un referente visual o al menos indirecto que conectara con tan enigmático título. Con frases como “hasta la pasaban en la tele en la época de día de muertos”, Chacho me incitaba a buscar algún indicio en el baúl de mis recuerdos, pero fue inútil, concluí que nunca antes de esa noche había oído nombrar ese film que al parecer había marcado un hito en la irregular cinematografía mexicana. Independientemente de los temas que hayan desfilado a continuación (novedades arquitectónicas, el próximo partido del Barsa, o el último chisme puesto en boga por los programas del corazón que inundan la programación española) no podía dejar de sentir curiosidad por aquella película y por el hecho de haber sido el único en no conocerla, yo que en mi niñez había sido hijo de mis padres y de la televisión.

Días después, algún viento helado (al que no tuve oportunidad de preguntarle si tenía miedo o no) depositó en mí el resfriado que tarde o temprano siempre pesco en las temporadas de invierno. Una de mis medicinas fue la lectura de Mantra, de Rodrigo Fresán, novela extensamente caleidoscopiforme –para decirlo en el idioma del extravagante personaje de Martín Mantra- que empecé a ingerir en dosis de 30 ó 40 páginas cada 6 horas. La puerta a la dimensión desconocida se entreabrió cuando en la primera parte de la novela el narrador, que recuerda sus días de infancia marcados por su amistad con el niño mexicano Martín Mantra, relata algunas de los maratones cinéfilos a lo que lo invitaba su amiguito:

“Martín Mantra fue mi perfecto guía turístico por las ramas de su árbol familiar a la hora de revelarme los secretos de un mundo nuevo y los misterios de su sangre antigua. La tierra, el apellido, el celuloide, todo era lo mismo. En esos días, después, vi otras películas mexicanas con madres sufridas, vampiros zapatistas, luchadores enmascarados y momias de Guanajuato. Me las proyectó Martín Mantra. «Cine inconfundiblemente mexicaniforme», me advirtió mientras elegía entre los films que le regalaba su abuelo para su colección particular. Pero ninguna de esas películas como La cabeza de la momia azteca contra los profanadores de tumbas o Santo y Mantequilla Nápoles en la venganza de la Llorona o Hasta el viento tiene miedo o Los cadáveres piensan conseguían superar a ese extraño artefacto narrativo en constante mutación y desarrollo –porque «la santidad, como el genio es el resultado de una inspiración persistente, que no cesa», me dijo mi amigo- que era El cumpleaños de Martín Mantra / Nueve años.” (Fresán 75)

Pero eso fue sólo un primer guiño, porque después vendría una completa mueca que me haría preguntarme si no eran en realidad las páginas de Mantra las que me estaban leyendo a mí. Resulta que una noche de sábado, un día después de haber empezado a leer la novela, me instalé cómodamente en el sofá para ver Magnolia, la película de Paul Thomas Anderson que algunos años atrás me había recomendado mi amigo César Blanco y que justo en esos días había caído en mis manos gracias a una súper oferta en la FNAC de Plaza Cataluña. La película me gustó bastante no sólo por el personaje del predicador misógino interpretado por Tom Cruise –como ya anticipaba César- sino también por el particular cruce de historias, la manera de abordar el tema de las casualidades y esa insólita secuencia en la que empiezan a caer sapos del cielo. Magnolia fue tan estimulante que a pesar de sus tres horas de duración el sueño estaba lejos de llegar, así que me fui a la cama sólo para tomar mi dosis de Mantra. Estaba por terminar la primera parte; el narrador, que aloja en su cabeza una especie de tumor al que llama Sea Monkey, toma un vuelo cuyo destino es la Ciudad de México, y ahora les transcribo:

“Alguien informa que la película que se proyectará durante el viaje no se titula El cumpleaños de Martín Mantra / Nueve años. La veo. Me gusta. Es larga como mi largo viaje y, cerca de su final y el mío, todos los personajes comparten una canción triste y después llueven sapos del cielo como si fueran bendiciones, notas musicales, flores. No importa cómo se titula esta película en flor. En las alturas todas las películas son iguales porque todos somos iguales en las alturas.” (Fresán 125)

Epílogo

Parecerá mentira, pero lo último que hice hace dos noches, después de pensar en los términos para contar esta experiencia y antes de dormirme, fue leer un cuento de Juan Bonilla que se titula “El santo grial”, cuyo protagonista, Martín Zettelmeyer padece los efectos de un desengaño amoroso tras descubrir que su novia Victoria (una violinista casualmente mexicana) espera un bebé de otro hombre. Martín (tenía que ser Martín) sufre entonces un cambio en su estado de ánimo que es referido por el narrador con estas palabras:

“Se volvió gélido y antipático. Terminaba el día saliendo del cine y caminando a casa repitiéndose, como un mantra: «He vencido otro día.»” (Bonilla 139)

En la página siguiente vemos a Martín Zettelmeyer encontrando refugio en los brazos de otra chica, una de sus alumnas en la clase de “Filosofía de la Publicidad” que impartía en Sevilla:

“Se llamaba Elisa y sólo quería preguntar si podía presentarle con unos días de retraso el trabajo que había impuesto. Se fueron a vivir juntos un año después. Durante ese año Martín Zettelmeyer estuvo a punto de llorar en una escena de la película Magnolia de Paul Thomas Anderson.” (Bonilla 140)

Sólo puedo terminar diciendo que me parece verdaderamente inquietantiforme.

jueves, 4 de enero de 2007

Obras (maestras) de la casualidad

Algunas de las anécdotas más memorables que me dejó el 2006 tienen que ver con inquietantes experiencias en el ámbito de las casualidades y las coincidencias. En ninguna otra etapa de mi vida me habían impactado tanto, por su frecuencia e intensidad, esas situaciones en las que el azar parece ser una herramienta del destino, el recurso estilístico predilecto de una mano invisible que escribe una obra de cruces inesperados de la cual somos simples personajes, y entonces la casualidad parece convertirse en causalidad de un efecto único: la resurrección de nuestro asombro.

Por eso me parece que una buena manera de empezar el 2007 es haciendo inventario de estas experiencias, en primer lugar para no perderlas, pero también para compartirlas y seguir tentando al azar, pues quién sabe si alguien más pudiera sentirse identificado con alguna de ellas prolongando así su misterioso impacto.

Algunas de estas “obras (maestras) de la casualidad” se han desprendido del mundo de la ficción, de libros o películas que visitados en un momento determinado –necesariamente en “ese momento” y no en otro- han hecho saltar chispas al establecer conexiones con algo que estaba más allá de sus páginas o de la pantalla, algo que por otra parte estaba ahí, en “ese momento”, como si su única razón de ser fuera esperar esa conexión. Otras en cambio son anécdotas provenientes de lo que llamamos “vida real”, donde a veces se producen encuentros y contactos tan inusitados que nos parecen material para un libro o una película. En todo caso, las fronteras entre ficción y realidad se desdibujan, se tornan viscosas, y la vida nos hace el regalo de parecerse un poco a esa pequeña y auténtica obra maestra (esta vez sin comillas) que es “Continuidad de los parques”, cuento de Cortázar en el que el protagonista, arrellanado cómodamente en su sofá favorito –un sofá de terciopelo verde- se dedica a la lectura de una novela cuyos últimos pasajes refieren el encuentro de una pareja de enamorados en una cabaña; al anochecer, el amante sigue un sendero y se interna en una casa siguiendo las indicaciones de su amada, sube unas escaleras y puñal en mano entra en un salón donde encuentra a su víctima: un hombre sentado en un sillón de terciopelo verde leyendo una novela. Uno termina de leer el cuento de Cortázar y siente una especie de escalofrío, y por si acaso procura no voltear para no enfrentarse a la imagen de su asesino.

Mañana pues, la primera entrega.